16
mar. 2012
Entre la arena del desierto y la nieve de las montañas me cuesta encontrar el momento para continuar el pequeño resumen de lo que ha sido esta última campaña antártica. Pero en este país de paisajes infinitos y lugares desolados es fácil abstraerse y vagar con la mente hacía los espacios abiertos del continente antártico.
El espacio abierto, infinito e inacabable por excelencia dentro de la infraestructura antártica española es el refugio internacional Byers. Un pequeño campamento donde sus habitantes viven en tiendas de campaña y comen y se reúnen en pequeños iglús de diseño futurista construidos en fibra de vidrio. Un paisaje donde en un día claro puedes ver montañas de 2000 metros cubiertas de nieve, llanuras de musgos inacabables y un mar eterno donde sobresale el cráter de un volcán. Es este el cuarto año que permanezco en el campamento cuidando de su logística y de los científicos que acuden a estudiar las peculiaridades del paisaje. Cuatro tiendas amarillas sacudidas por el viento constante levantadas a cuatrocientos metros de la orilla. El viento se convierte en un compañero más y su presencia es constante y a veces agotadora. De todos los lugares donde técnicos y científicos españoles se mueven en los alrededores de la Península Antártica, es este el que permite una relación mayor y más salvaje con este entorno de naturaleza salvaje, despiadado pero puro e inmensamente bello. Una experiencia fuerte para el científico acostumbrado a pasar los días y las horas metido en un laboratorio y también para un guía de montaña curtido en mil batallas. Sólo llegar al campamento puede ser toda una aventura.
Este año, el agua salada entraba en nuestra barca en cantidades ingentes mientras nos acercábamos a la orilla. Pasados unos minutos el agua nos llegaba por las rodillas y no sabíamos qué parte de la zódiac estaba dentro del agua y cuál fuera; entre nuestras piernas flotaban mochilas y objetos de todo tipo. Las orillas están plagadas de arrecifes y antes de alcanzar la costa el motor perdió una hélice dejándonos a la deriva dentro del Océano, sentados sobre la goma hundida en el agua y mirándonos con cara de póker unos a otros. Alcanzamos la arena donde reposan los elefantes marinos remolcados por una segunda barca. De esta manera la campaña en Byers comenzó: con nuestras cámaras de fotos echadas a perder así como algunos discos duros y la mayor parte de la ropa de algún científico. Desde la playa mirábamos nuestro barco levantar el fondeo y desaparecer entre la bruma con la promesa de volver a buscarnos en doce días.