27
mar. 2012
He visto a los científicos hacer muchas cosas raras en la Antártida. He visto a investigadores con guantes de fregar revolviendo el fondo de un lago con una espumadera. También he visto a más de cinco personas subidas encima de un elefante marino en movimiento o a un investigador recorriendo una nave vacía en mitad del continente blanco con unos patines en línea haciendo piruetas y quiebros locos mientras predice el tiempo para mañana. Pero esta vez la experiencia iba a ser más rara todavía.
Volvimos a desembarcar en Byers una semana después. Una semana de comidas y duchas interminables para compensar la austeridad del campamento. En esta ocasión el desembarco se produjo con un suave oleaje que nos permitió llegar hasta la orilla sin ninguna baja. Secos y con el quipo al completo.
Esta vez la estancia sería más corta, una semana de trabajo en este lugar retirado y vuelta para la base. Durante esta semana los científicos estudiarían el impacto realizado por parte del hombre en un hábitat tan sensible como es el de la Península Byers. Yo volvía a hacerme cargo de la logística en el campamento, asegurándome de que no faltase comida, los científicos no se perdiesen y las tiendas no se las llevase el viento o fuesen aplastadas por ningún elefante marino macho con ganas de follarse algo de sus dimensiones pero de color amarillo y con un científico dentro. Mucha gente ha pasado ya por el campamento durante mi presencia en estos últimos años y compruebo que los miedos suelen ser los mismos entre los investigadores: elefantes cariñosos que en mitad de la noche se acercan a las tiendas con ganas de roce. Muchos no pueden dormir con el repertorio de ruidos que los elefantes hacen durante la noche. Sonidos guturales provenientes de la playa que, en mitad del silencio absoluto de las Shetland, hacen parecer que los enormes animales se encuentran en el campamento.