30
mar. 2012
En esta nueva fase serían tres los científicos a los que acompañaría. Llegados a estas orillas a estudiar el impacto del ser humano en Byers y en otros lugares de la Península Antártica. Pero para estudiar el impacto del ser humano primero hay que impactar.
La mañana del primer día de trabajo de campo acudí en su búsqueda en las inmediaciones del campamento. Desde mi posición podía ver un grupo de siluetas haciendo raros movimientos en un espacio reducido de terreno relativamente cercano a nuestras tiendas. Los colores llamativos de las chaquetas de montaña se movían nerviosamente de un lado para otro como un desequilibrado recorriendo la pequeña celda de su manicomio. Ante tal imagen decidí acercarme a ver qué ocurría. Los investigadores, con muecas de sufrimiento en sus caras, recorrían una y otra vez un terreno de un metro de longitud con el fin de alterar el firme tras el paso de un número determinado de supuestas personas. Al suelo alterado se le hace un seguimiento constante durante años que refleja la capacidad del mismo para regenerarse. En las caras de los ecólogos se veía el dolor de quien está destrozando una parte por pequeña que sea, de la Naturaleza, al igual que un niño que camina sobre la arena ardiente de la playa quemándose los pies y no puede evitar que el dolor se dibuje en su rostro. Yo, que investigar no sé pero se me da muy bien destrozar, me uní al grupo en su loco baile. Ciento de pasos de ida y vuelta en un solo metro de suelo. Mirándonos las caras de concentración al contar los pasos y mareados de dar tantas vueltas para un lado y para otro. Las cosas que hay que hacer por la Ciencia. Para que luego recorten presupuestos y no podamos ir a destrozar la Antártida y además cobrando.
Hace años navegué en una embarcación de niño de playa sobre varios lagos de agua dulce en plena Antártida. Yo mido un metro noventa y la barca menos de medio metro, remaba con las manos y llenaba agua en un cubo para ser analizada. Otra vez recogí mierda de foca de varias playas bajo la recomendación de un veterinario Cuánto más blanda, mejor. Tengo una amiga buceadora que hace eyacular a los erizos de mar echándole una sustancia cuyo nombre no recuerdo y no funciona con humanos. Durante unas semanas acompañé a un científico y gran amigo que recogía no sé qué sustancia del lecho de un lago en la Antártida con una espumadera de cocina atada a un palo y con unos guantes de fregar. Esa imagen me encanta. Me recuerda a una visión grabada en mi retina en una plaza de una ciudad italiana. En ella había una fuente a la que los turistas echaban monedas con la promesa de un retorno cercano. Al atardecer, cuando los turistas marchaban una señora anciana vestida de negro y con la cabeza tapada aparecía en la plaza. Llevaba una artilugio de fabricación casera consistente en un palo de escoba en cuyo extremo había atado una espumadera. Con ritmo tranquilo recogía las monedas y las promesas de los turistas que regresaban a su hotel.