09

abr. 2012

Campamento Byers VII

El campamento se cerró un año más. En un día luminoso y sin viento las tiendas se recogieron y los iglús se sellaron para pasar otro invierno entre el viento y la nieve. El día de cierre del campamento siempre supone un estrés puesto que la recogida se hace a contrarreloj intentando que la marea no baje lo suficiente para impedir la aproximación de las barcas. Es un día de trabajo largo donde científicos, técnicos y marinos han de arrimar el hombro para llevar a buen fin el cierre del campamento.

En el último viaje, ya con nosotros en las barcas, la costa se va difuminando a medida que nos acercamos al barco. El rojo de los iglús se pierde entre los colores de la playa y al llegar al barco no queda ni rastro de los veinte días que este año hemos pasado en ellos. Sólo un recuerdo difuminado y borroso que se confunde con la calidez del interior del barco. Cambiamos la soledad y los enormes espacios abiertos del campamento por la aglomeración y la estrechez del buque.

La campaña va llegando a su fin. Vuelvo a la base a pasar una última semana antes de salir de la Antártida. El final del verano siempre tiene un sabor melancólico, sea en febrero o en septiembre, en Altea o en la Antártida. Estos últimos días todo son esperas y despedidas. Yo subo un último día a trabajar en el glaciar, más que nada para despejarme, para despedirme del hielo y de las grietas. Alargando un poco más el placer de vagar por las entrañas del enorme y salvaje glaciar, sin saber a ciencia cierta cuándo volveré a visitarlo. Un día melancólico, brumoso y con poca visibilidad, acompañado de mis compañeros.

Una noche oscura y sin luna el barco viene a buscarme. Por circunstancias soy el único que marcha en este trayecto. El resto lo hará en uno o dos días. En la playa cerca de la medianoche me subo a la zodiac que me llevará al buque. Abrazos casi anónimos entre la oscuridad de una noche negra como el azabache me hacen pensar que no veré a esta gente hasta el año que viene. A alguno de ellos no los volveré a ver más. Me subo a la barca y los pocos metros no distingo a mis compañeros que seguramente me estén saludando con las manos. En la base es tradición despedir al que marcha enseñándole el culo desde la playa. De repente escucho: Ahora! E imagino una fila de culos blancos mirando hacia la noche. Culos que no son vistos por nadie pero que provocan risas y carcajadas. Luego silencio, silencio y las pisadas que remueven las piedras de la playa y que conducen a un puñado de personas a pasar una noche más bajo el oscuro cielo antártico.