15
mar. 2012
Tengo tierra en los parpados, en los bolsillos, en la boca. Estoy sentado como un vaquero sobre su caballo pero en vez de caballo hay un vacío de cientos de metros y una roca no tan dura como me gustaría. Simón abandona la reunión y yo me quedo mirando su cuerpo pendular sobre los estribos. Sólo se escucha el ruido metálico de todos los cacharros colgando de su cuerpo, a nuestro alrededor un desierto de tierra y torres que se disparan hacia el cielo. Un mar de tierra enorme que se extiende hasta el horizonte, salpicado por agujas y mesetas de roca roja dibujadas sobre un cielo azul intenso. Mi cabeza se dispara y se pierde en este mar rojizo abandonado a horcajadas en mitad del desierto, mi mente divaga y mientras miro a mi alrededor me invade la calma que siento en el barco cuando salgo a mirar las olas del mar y los témpanos de hielo flotando sobre ellas. Desde la tranquilidad de mi reunión me pierdo en recuerdos con sabor a agua salada, desembarcos pasados por agua y mi trabajo en la base antártica. Los paisajes amplios, como en el glaciar un día soleado, cuando es posible ver hasta el continente desde Isla Livingston. Recorriendo en moto de nieve o con esquís las superficies heladas, sorteando grietas y llevando al científico al lugar deseado, un trozo de hielo como cualquier otro pero que por algún motivo el investigador quiere estudiar. Imagino paisajes amplios e infinitos como los que se contemplan desde el puente de un barco cruzando el estrecho de Drake, abandonándome al vaivén de las olas, escuchando de fondo las conversaciones de los oficiales pero sin prestar atención, ajeno a este micromundo que recorre las olas del universo marino fijándome sólo en la línea que recorta el cielo con el azul del mar. Hilo, la cuerda está fijada. La voz de Simón me despierta de mi ensoñación. Vuelvo a las cuerdas, el vacío, a los jumars y a la tierra en mi garganta al tragar el polvo del desierto.