23

nov. 2014

Entre la niebla y la llanura. Remando los brazos muertos del Danubio.

Una madrugada de domingo caminaba por las calles de Budapest con las manos en los bolsillos y la boca escondida tras el cuello alto de mi capucha. Hacía frío y apenas se veía gente por la calle. Cargaba con mi mochila estanca de color blanco y me dirigía hacia la estación de tren, los remos colgando del macuto y las manos en los bolsillos. Apenas había amanecido mientras me subía a un vagón en dirección al sur, a la localidad de Baja situada a las puertas del Parque Nacional Duna Drava. Llevaba ya demasiados días en la ciudad y necesitaba un respiro en la naturaleza, salir de la niebla que envolvía la capital húngara, descansar en soledad del gentío que recorre constantemente una ciudad maravillosa e inagotable.

El calor del vagón me hizo caer dormido y al despertarme el revisor no fui capaz de encontrar el billete que pocas horas antes había comprado. Cerca del mediodía llegaba a Baja. Caminé paralelo al Danubio durante unas horas. La orilla opuesta, donde comienza el Parque Nacional, ni siquiera se veía envuelta en la niebla como estaba. Tampoco podía calcular la anchura de semejante masa de agua. El Danubio es un río con un intenso tráfico, desde cargueros a cruceros de placer. Enormes monstruos que apenas se enterarían si abordasen una pequeña barca como la mía. Con más miedo que vergüenza hinché mi embarcación y pocos minutos después la niebla se disipó. Al cabo de una hora aproximadamente me internaba en las estribaciones  del Danubio dentro del Parque Nacional. Este consiste en una serie de meandros muertos que serpentean entre  el barro y la vegetación, formando enormes bancales de arena y siendo el refugio de innumerables especies de animales, sobretodo de aves.

Acampar en este lugar no está permitido y tuve que ocultarme mientras montaba mi tienda entre el barro y la vegetación de la orilla. En las fotos del parque que había encontrado en la red aparecían guardas forestales armados hasta los dientes, difíciles de distinguir entre un grupo de mercenarios del este. Por la noche, en el momento en el que el Sol se ocultaba, un estruendo crepuscular ensordeció mis oídos. Cientos de aves graznaban sin parar y yo caí rendido en el corazón del bosque, con la inquietud del que hace algo prohibido en un país desconocido y en un entorno diferente.

Amaneció con una niebla espesa como la leche. Entre las orillas de barro daba paladas sin alcanzar a ver nada a escasa distancia. A veces, un aleteo como de garza se elevaba a pocos metros sin yo poder contemplar más allá de mis remos que, con gesto aburrido, entraban y salían del agua a ritmo constante. Atravesé trampas de pesca en forma de largos embudos de red colocados en recodos del camino, también algunas cabañas de pescadores y, tras muchas horas y no demasiados kilómetros, desembocaba de nuevo en el Danubio. Esta vez no me atreví a cambiar de  orilla.

 

Continué avanzando entre la niebla, sin saber exactamente dónde me encontraba. Pensaba remar hasta un gran puente de hierro y cruzar el río sobre él en dirección a la ciudad de Baja, de donde había salido. Avanzada la tarde enormes siluetas empezaron a coger forma en mitad del cauce. Eran cargueros fondeados cerca de las orillas, cargados de piedras y otros materiales de deshecho. Parecían enormes monstruos dormidos cerca de la orilla, con las formas no definidas por la niebla y teñidos por el óxido. Sobre ellos se elevó el puente.

Atravesé el puente calado hasta las trancas y cargado de nuevo con mi mochila. El frío aceleró mi paso e ingresé en la estación de trenes una hora más tarde. Huellas de agua y barro dibujaban mis pasos en el amplio salón de la estación. El agua aún caía hacia mis botas y subí al tren agarrando fuertemente mi billete, temeroso de perderlo de nuevo. El ferrocarril se sumergió en la llanura húngara, desde él podía ver, a menudo, carros tirados por caballos o burros, que transportaban cultivos o mercancías medio ocultos en la niebla. Volvía a la ciudad que había abandonado hace menos de dos días. Pero seguía con la sensación un poco angustiante de falta de luz, de espacios abiertos, de aire limpio,  de cielo azul. Y el tren se adentró en la niebla desapareciendo en la blancura algodonosa.