23
abr. 2012
Al principio tardé poco en hacer amigos para ir a escalar en el país de los mormones. Entré en un rocódromo de Ogden (Utah)un lunes por la mañana y a los cinco minutos fui invitado a escalar al día siguiente. El edificio donde se encuentra el rocódromo es una antigua fábrica de ladrillo y cristal; un edificio enorme y precioso con un plafón de proporciones desmesuradas para los que no somos americanos.
Utah y en concreto Ogden es un pueblo con una tradición importante en el mundo de la escalada. En sus calles anchas y con aceras, entre sus urbanizaciones con césped recortado al milímetro y a la sombra de sus grandes edificios de ladrillo de principios de siglo han nacido, entre otros, escaladores importantes como Jeff Lowe. Según me cuentan, los mormones escalan mucho pues disponen de mucho tiempo libre en su juventud y durante sus dos años como misioneros. Luego empiezan a criar miles de hijos y su tiempo libre se complica.
Mi nuevo colega ha viajado por gran parte del mundo, dejó Ogden a los dieciocho años y desde entonces no ha dejado de moverse. Ahora vive en Etiopía. Habla perfecto español, ha vivido en Chile unos años, aparte de Barcelona y otros lugares de España. Estos días está de vacaciones y ha vuelto a su ciudad natal. Camina con chanclas y fuma tabaco de liar. Lleva cervezas en la mochila y me cuenta, con un cigarro en la boca, que una noche de borrachera en la Vía Láctea traspasó los límites de la amistad y se tiró a su mejor amiga. Son sus nublados recuerdos empapados en el alcohol madrileño. Lleva una camiseta roja donde aparece escrito en grandes letras negras A.R.M.Y. A Righteous Mormon Youth.
Cuando alcanzamos las paredes donde vamos a trepar contemplamos cómo se extiende a nuestros pies el pueblo de Ogden. Calles alineadas en perfecto orden, dispuestas sobre el llano con exactitud matemática. A nuestras espaldas las Wasacht Mountains y frente a nosotros, entre la calima del desierto, el contorno borroso del Gran Lago Salado. Su superficie vaporosa recuerda una olla a punto de empezar a hervir.
¡Home city!
Un grito agudo, clásica exaltación americana, retumba en mis oídos con fuerza.
Mi primer contacto con la roca de Utah. Y no se trata de la famosa y blanda arenisca sino una cuarcita dura y anaranjada. Con regletas que hacen que te duelan los dedos en el primer largo. Yo, que hablo un mal inglés, intento animar a mis nuevos colegas con jaleos que me invento y que traduzco al instante directamente del español. Aprovecho que esta gente es muy correcta para perder el miedo al ridículo y soltar por mi boca cuanto se me pasa por la cabeza. Traducciones literales que tienen el mismo efecto dichas en cualquier lengua, sea real o no. Una retahíla de estupideces dichas con seriedad que son respondidas con miradas de asombro y concentración. Mi sorpresa viene cuando en un paso duro mi colega suelta:
¡Vamos bicho!
Viajar miles de kilómetros para escuchar vamos bicho.