07

may. 2012

Entre mormones 2

Bajamos al aparcamiento más cercano a Devil´s Castle, una pared de roca descompuesta en lo alto de la mítica estación de esquí de Alta. Después de escalar Devil´s Eye a más de 3000 metros de altura, nuestros cuerpos llegaban sucios y cansados al coche y cargados con las cuerdas y todos los cacharros necesarios en estas largas escaladas de roca rota, y altura.

El sol brillaba con fuerza en esos días de verano. El cielo azul daba a la jornada un frescor libre de la calima que envuelve los alrededores del Lago Salado cuando hace calor. Una gran furgoneta, de esas que tienen un tamaño desproporcionado al ojo europeo, estaba aparcada junto a nuestro coche. Mientras sacábamos con orden el material de la mochila y los repartíamos, un hombre mayor -grandes gafas, gorra plana, pantalón de pijama- nos observaba con atención y con tranquilidad.

-Mira qué buena cuerda…. ¿Y dónde están los pitones?

Le explicamos que nosotros no usamos clavos sino otro tipo de seguros más modernos. Él los sostenía en su mano y observaba con curiosidad infinita, como quien contempla una pieza de maquinaria sofisticada venida del futuro.

-Hace tiempo que no hablaba con escaladores de verdad…

Tenía ganas de hablar. Lo hacía despacio, marcando mucho las palabras y mirándonos a los ojos. Parecía un hombre muy mayor, pero su conversación seguía una lógica y un discurso exacto, cargado de precisiones. Nos contó que había sido escalador, entre muchas otras paredes había subido la cara norte de los Teton. Pero sobre todo estaba orgulloso de haber sido saltador olímpico de esquí. Había recorrido medio mundo saltando con sus enormes esquís de madera de la época. Hablando con nosotros sus ojos, transparentes y acuosos, como de anciano, de enfermo, o de yonki, aún escondidos por sus grandes gafas, reflejaban una emoción profunda. Mientras tanto sus acompañantes iban subiendo a la monstruosa furgoneta esperando a que el abuelo dejase de contar historias. Parecía importarle poco que alguien le metiese prisa, quería conversar y se interesaba por nosotros con mucha curiosidad. Como dijo un amigo una vez: A la vejez ciruelas.

Se llama Bob Leeman y tiene 104 años. Ha luchado en dos guerras, trabajado diecisiete horas al día, siete días a la semana cosechando en el campo. Ha sido escalador, participado en dos Olimpiadas y ha recorrido España y Portugal con su mujer, a parte de muchos otros países. Cuando mi colega le contó que vivía en Etiopía él afirmó haber estado en ese país. Nos contaba que le bailaban un poco los nombres, que no recordaba algunos lugares donde había estado. Ciento cuatro años.

Nos despedimos. Se subió al vehículo y emprendió el camino conduciendo con toda su familia dentro.

Su furgoneta iba delante de nosotros. Yo podía ver la redondez de su gorra a través de los cristales en el asiento del piloto. El viento soplaba mientras bajábamos al valle y entraba por nuestras ventanillas bajadas. Pude ver cómo estiraba su brazo izquierdo por la ventanilla abierta, sintiendo el viento contra su mano. Comenzó a ondear la mano arriba y abajo. Suavemente. Acariciando la frescura del viento en contra. Ciento cuatro años.


Bob, de rodillas segundo por la izquierda, con gafas y gorro. Casi un siglo después, abrazado a mi compañero de escalada.