02
mar. 2012
La campaña antártica se fue de la misma manera que llegó. Cumpliendo el inexorable ciclo que hace que los mares polares se descongelen, la nieve se derrita, y la temperatura suba lo necesario para hacer habitable este pequeña isla cerca de la Península Antártica. En el verano austral los pingüinos vuelven a las costas, así como los elefantes marinos, lobos, petreles y muchos animales más. Entre ellos un puñado de científicos y técnicos cargados con aparatos absurdos y una gran dosis de estoicismo mezclada con imprudente soberbia y curiosidad infinita. El engranaje logístico antártico español vuelve a ponerse en marcha año tras año en forma de buques, bases y refugios. Y sirviéndome de ellos regreso otro enero más a la base Juan Carlos I donde trabajo parte del año. Las estructuras de la obra paralizada destacan por su tamaño y su color desde la cubierta del barco en que llegamos a sus costas. La nieve comienza a retirarse en esta época del año y deja al descubierto una tierra negra azabache que se recorta contrastando fuertemente con los parches blancos de nieve. Un día oscuro como salido de una novela de Cormac McCarthy, con un cielo plomizo y unas nubes tan bajas que asfixian a las pocas personas que por ahí pasamos. La llegada a la base se sucede entre abrazos a compañeros dados con el traje de supervivencia como un grupo de muñecos patosos jugando a un torpe juego. Somos todos amigos antárticos, una especie de cofradía que sólo se ven unos meses al año en condiciones muy particulares, que pasan juntos muchas horas al día pero siempre en el mismo contexto y haciendo las mismas cosas. Hay personas a las que sólo me puedo imaginar conduciendo una zodiac o manejando una excavadora, vestidos con trajes de supervivencia y preparados contra el frío y las inclemencias del tiempo. De esa manera si luego los veo por Barcelona en pantalones cortos o conduciendo un coche me parece que están yendo a un baile de disfraces engañando al resto de la gente; yo sonrío guardando el secreto que sólo nosotros sabemos.