01
jun. 2012
Cuando era pequeño mi abuela me llevó una tarde al cine. Era un atardecer de invierno y juntos caminábamos por la calle Fuencarral antes de entrar a ver un gran estreno (en mi cabeza el recuerdo de esta calle aparece difuminado en un atmósfera vaporosa con marquesinas llenas de bombillas, cafés repletos de multitudes elegantes y buscavidas por las aceras, un Broadway de los años cincuenta). No recuerdo muy bien por qué íbamos los dos solos y no estaba mi primo o mi hermano. Antes de entrar en el cine mi abuela me invitó a merendar; yo mojaba un churro en mi chocolate mientras me colgaban las piernas y escuchaba encantado el ruido de la vajilla chocar en el ambiente cargado, por aquel entonces, de humo de tabaco.
Con el estomago lleno nos acomodamos en nuestras butacas y, antes del estreno, se proyectó un corto que mezclaba imágenes de naturaleza con música (parece increíble que pueda acordarme). Siempre que voy al cine con alguien me paso gran parte de la película preguntándome si le estará gustando. Recuerdo que miraba de reojo a mi abuela constantemente buscando en su impasible rostro alguna pista de su opinión sobre lo que veíamos. Luego comenzó el gran estreno: El Oso.
Pocas veces he disfrutado tanto en el cine y pocos recuerdos tan gratos y simples tengo como aquella tarde. La película me encantó y logré sumergirme tanto en ella que por momentos me olvidé de la opinión de mi abuela. Los paisajes interminables, la fauna salvaje y la vida de los hombres en una naturaleza tan remota son elementos que han bailado desde entonces y ahora lo siguen haciendo en mi cabeza. Hoy en día, después de muchos años viviendo y trabajando por esos lugares salvajes me doy cuenta de la importancia de momentos como aquella tarde en la calle Fuencarral, con pantalones cortos y de la mano de mi abuela.
Los valles de las zonas más remotas de Canadá y la fauna y hombres que ahí viven han sido desde entonces algunos de los espacios naturales que siempre he querido conocer. Hace ya unos años tuve la oportunidad de viajar y trabajar en ese entorno, en el mítico Territorio del Yukón. Debía guiar a un grupo de viajeros españoles ochocientos kilómetros río abajo hasta Dawson City, cerca de Alaska; lugar en el que se encontraron unos yacimientos auríferos a finales del siglo XIX, desencadenando uno de esos episodios locos que a veces se producen en la historia: la Fiebre del Oro.
Así pues aterricé en Whitehorse (Territorio del Yukón), una noche lluviosa de finales de Junio. El aeropuerto estaba desierto y no tenía ni idea de dónde pasaría la siguiente noche. Eran más de las doce y me costó encontrar un taxi o algún otro vehículo que me llevase al camping más cercano. Por fin una limusina negra se paró frente a la puerta de Llegadas del aeropuerto. En el extremo del capó del enorme vehículo se erguía la figurilla de un pequeño castor. Un tipo grande con barba, pelo largo y camisa de leñador se apeó del vehículo y me preguntó si necesitaba transporte. De esa manera llegué al camping (cerrado) de Whitehorse: en una limo negra con un castor al frente. Al bajarme del vehículo y en mitad del aguacero el hombre me estrechó la mano y se despidió diciendo: Welcome to Canada.
La semilla ha florecido y se ha convertido en un gran árbol. Ahora gran parte de mi actividad se centra en estos bosques o en otro lugares de naturaleza desbordante y, cuanto más salvaje, mejor. Los viajes en canoa siguieron y seguirán en los próximos tiempos. Impulsados por la corrientes de agua en forma de río que nos conduce hacia los lugares remotos o aún no explorados de nuestras vidas.