12
feb. 2014
Cuando era pequeño iba a pintar con mi hermano a un estudio situado en el centro de Madrid. Nuestra profesora era especialista en encontrar tréboles de cuatro hojas. Nos contaba cómo iba al Parque del Retiro y rápidamente se hacía con numerosos tréboles de los buenos, de los que dan suerte. Lo hacía gracias a su desarrollada capacidad de observación, fruto de pasar tantas horas trabajando con la mirada poseía una gran habilidad para encontrar objetos discordantes en un entorno concreto. Los elementos diferentes llamaban rápidamente su atención con solo un vistazo.
En la naturaleza salvaje, apenas tocada por la mano del hombre o incluso virgen, el fenómeno se repite en ocasiones. Las notas discordantes llaman la atención rápidamente. El efecto del hombre en el paisaje es evidente aunque su huella sea pequeña. Una boya naranja en mitad de una enorme bahía repleta de vida, pingüinos, petreles, elefantes marinos, focas, y de repente una boya naranja. Pequeña pero perceptible desde la lejanía y no solo por el color sino por su forma perfecta, por su falta de aleatoriedad. El otro día fuimos a trabajar a Sally Rocks, una bella playa a la que se llega tras un suave descenso en moto de nieve por un glaciar que muere en sus aguas. La nieve caía y el paisaje apenas era visible. Desde lejos comenzaba a dibujarse la playa y algunos animales empezaban a hacerse visibles. Por encima de todos ellos una perfecta bombona de butano de dimensiones no muy grandes se apreciaba desde la lejanía. Y no por su tamaño. Su forma chirriaba entre las piedras de la playa. Inevitable intentar imaginar su origen.
Española no era. El año pasado paseando por la Península Byers me topé con una enorme boya blanca, era casi más grande que yo. Su presencia se antojaba irreal, colocada por un gigante centenares de metros en el interior de la isla. En el mismo Byers me encontraba un día observando una colonia de elefantes marinos desde lo alto de un acantilado de basalto cuando una elefanta llamó mi atención. Llevaba un artilugio de seguimiento satelital colocado en la cabeza: un casco grande y feo sobre su cráneo. Otra vez la manaza del hombre.
Dentro del reino animal también encontramos ejemplos chirriantes entre los propios animales. En la pingüinera de Bahía Falsa habitan centenares de pingüinos de la especie barbijo, la más habitual en estas zonas. Con un rápido vistazo la nota discordante saltaba a la vista: un pingüino macaroni, único y solitario se paseaba por la colonia más perdido que Paco Martínez Soria en Nueva York. Su plumas de colores tan característicos alrededor del pico rojo contrastaban con la línea negra que el pingüino barbijo, mucho más pequeño, tiene dibujada alrededor del pico del mismo color. El ave daba vueltas de lado a lado buscando, imagino, algún colega. Así pasó meses hasta que le perdimos la pista. Quiero pensar que encontró a los suyos, algo casi imposible en estas latitudes.
En nuestra base también hay algún elemento discordante. Entre la vajilla uniforme y ordenada que usamos desde hace años ha cobrado fuerza y protagonismo en esta campaña un porrón de formas redondeadas. Su origen no está claro. No es un porrón especial ni tampoco está hecho a mano, no ha salido de los pulmones de un artesano cristalero. No. Es un porrón de batalla. Que invita a empinar el codo, a tomar cerveza fría mezclada con limón aunque fuera haga una sensación térmica de menos veinte. El porrón se ha puesto de moda este año en Isla Livington. El pasado domingo aprovechábamos la salida del sol tras varios días de mal tiempo tomando un aperitivo al aire libre en medio de nuestra base en obras. Perdidos en la Antártida un grupo de hombres y mujeres tomaban jamón serrano con pan untado en tomate y chorros de cerveza caían en sus bocas bajo un sol que hacía sus esfuerzos por calentar. Eso también era una nota discordante, como de verano interminable frente a la playa en una tarde sin fin a orillas del Mediterráneo. Pero en la Antártida.