14

ene. 2013

Páginas en blanco 12. Arranchado a son de mar.

Alba.

Como era de prever el mal tiempo ha vuelto y con él la lluvia y un ligero viento creciente del Sur.  Hemos amanecido con el golpeteo de las gotas sobre la tienda. La humedad es muy alta y dentro de nuestras tiendas el saco y las esterillas se van empapando de manera misteriosa. En el iglú, pese a estar parcialmente reparado, se forman pequeñas goteras.  Escupen gotas que caen sobre el desayuno y sobre las cabezas, lluvia de un grado sobre cero, fría y un poco densa. Los elefantes callan, y no se escuchan sus sonidos desde el campamento.  Parece que hubieran abandonado la isla de repente, como si se hubiesen puesto de acuerdo para una migración por motivos imposibles de entender para los humanos.

 

Desayuno.

Nosotros seguimos con nuestra rutina habitual, rutina de día gris e incómodo. Con desayuno cubiertos con chaqueta de plumas donde nadie tiene ganas de hablar y  calentándonos  las manos con la taza de plástico humeante entre los dedos. Con la humedad del suelo royendo silenciosa nuestras piernas  comenzando por los pies y avanzando lentamente hacia arriba.

 

Almuerzo.

Tras reforzar tiendas de campaña, antenas y demás material suelto por el campamento, nos disponemos a almorzar. Con el calor de la cocina y el de las cuatro personas reunidas en este pequeño refugio hacemos que la temperatura suba unos grados y logramos un razonable bienestar. La presión continúa su bajada en picado y la temperatura interior continúa su difícil escalada grado a grado. La exterior desciende. Con un poco de vino contribuimos a la comodidad del hogar.  Entonces comienza a golpear la lluvia con fuerza sobre las paredes del iglú. Es empujada por rachas de viento aún no muy fuertes.

 

Cena.

El viento rola y la lluvia cesa. Un viento fuerte que silba al deslizarse por el iglú. Un viento que convierte el mar en una inmensa masa de espuma blanca. Las olas se precipitan con fuerza sobre la playa en la pleamar. En esos momentos incluso salir para ir al baño es difícil, cuesta abrir la puerta del iglú y cuesta caminar manteniendo el equilibrio entre el campamento. Camino inclinado hacia adelante, como con decisión, cuando la racha termina el ángulo adquirido me desequilibra y hago ademán de caer al suelo.  Al bajar a la playa por simple curiosidad, para ver más de cerca la fuerza del mar y del viento, descubro que las olas han horadado el firme, compuesto de hielo y tierra, donde se asienta el depósito que tenemos en la playa. Las olas ya bañan parte del material. Aviso a mi compañero y con él pasamos cerca de una hora traspasando la carga hasta ponerla a salvo. Apenas nos escuchamos. Al subir al campamento la antena satélite ha volado y nada en un río recién abierto al derretirse la nieve con la reciente lluvia.  Tardamos un rato aún en ponerlo todo a salvo.

 

Ocaso.

Pasamos las últimas horas del día asegurando tiendas, atando todo aquello susceptible de ser llevado por el viento. Al volver al iglú tenemos las mejillas rojas y heladas. Al caer la noche, pues, aunque débil,  empieza a haber algo de oscuridad,  el viento cae y la lluvia se ha convertido en nieve. Con su suave arrullo nos dormimos plácidamente en nuestras tiendas.