27
feb. 2014
Llevo unos días soñando con ballenas. No suelo tener sueños recurrentes pero desde que he llegado aquí este se ha convertido en uno de ellos. Muchas son las noches en que aparecen en mi cabeza decenas de lomos oscuros y ligeramente plateados que emergen para respirar de un mar en calma y denso como el mercurio. Un gran grupo de ballenas apenas reconocibles por sus lomos azabache y sus pequeñas aletas. En la vida real es difícil ver algo más de uno de estos animales a no ser que se tenga la suerte de verlos saltar o de bucear junto a ellos. Hay algunas especies, como los cachalotes, que permanecen un rato inmóviles junto a la superficie, y es posible aproximarse y contemplarlos desde el barco para poder apreciar su tamaño, casi irreal, a la sombra del buque. En mis sueños nada se aprecia, solo unos grandes lomos que avanzan en mitad del mar.
Desde la bahía donde se encuentra la base es posible ver ballenas en la lontananza. A veces se internan en la bahía y se acercan mucho a la línea de costa. En el silencio del hielo es posible incluso escuchar su respiración desde la orilla. Pero no hay nada como observar uno de estos animales desde una barca sobre la superficie del agua. Uno se acerca, aunque sea un poco a apreciar el verdadero tamaño del animal. Yo intento aprovechar las ocasiones y me apunto a los trabajos en barca cuando mi ocupación en el glaciar me lo permite. Lo hago con el único objetivo de lograr ver alguna ballena desde cerca. Hace unos días acompañé a un científico a realizar unas mediciones al otro lado de la bahía. Médico, cocinero, patrón y un par de científicos más completaban la expedición. El mar estaba en calma y el sol calentaba una tarde en la que el viento había decidido descansar. A la ida oteaba el horizonte buscando alguna señal, algún chorro de vapor elevándose sobre el plano mar. Nada. Líneas de kril dibujaban estrías enormes sobre el mar oscuro de la bahía. Pero ningún cetáceo a la vista. Llegamos a la costa y los científicos realizaron su trabajo. Algo más de una hora después emprendimos el regreso. Y la ballena apareció. Se encontraba a lo lejos, en las cercanías de la base. Nos aproximamos y apagamos el motor. El animal acababa de sumergirse y esperábamos impacientes que saliese a la superficie a respirar. He visto muchas ballenas en mi vida pero su visión siempre me deja insatisfecho. No importa lo cerca que esté ni el tamaño del cetáceo. Hace ya tiempo que he decidido no hacer fotos e intentar prestar más atención a la situación. Pero su visión siempre es fugaz y la realidad es que no me hago una idea real de sus formas aunque las haya visto saltar o descansar en la superficie mientras se alimentan. Pertenecen a otro mundo, hecho de agua y sonidos extraños, con otras dimensiones y otras luces. La ballena emergió de golpe y de ello nos percatamos por el ruido de su respiración explosiva en una tarde de silencio y calma. El lomo brillaba al sol y la cola, con manchas blancas se elevó a pocos metros de nuestra embarcación. Debe ser difícil ver una ballena tan cerca pero aún así mentiría si dijese que su visión me satisfizo. Fue como abrir tímidamente una pequeña ventana a otro mundo al que sabes nunca podrás acercarte. Continuamos esperando con la intención de volver a contemplarla. Lo que más me llama la atención de las ballenas no es su tamaño, pues este, desde el mundo de la superficie y el aire libre se me antoja inapreciable. Lo que más me llama la atención son sus movimientos. La lentitud y la elegancia de un animal tan grande y su capacidad de moverse con gracia y sin torpeza alguna. Al cabo de mucho rato volvió a aparecer junto con otra ballena más pequeña. Ambas se alimentaban de kril en este remoto rincón del planeta. Sus formas acuosas volvieron a emerger fugaces un par de veces más antes de que emprendiésemos el regreso a la base. Conectándonos con su reino a través del ruido de su respiración y volviendo a él con la elegancia y la tranquilidad de aquel que se siente seguro en su mundo.