17
ene. 2013
Hace cinco años vine por primera vez al campamento Byers. Desembarqué el día en que el último grupo de técnicos y científicos abandonaba el campamento. Aprovechando la marea alta el desembarco se realizó de madrugada. Una extraña hora con la luminosidad de principios de enero, cielo gris y mar en calma. Como siempre, un grupo de elefantes marinos fueron el comité de bienvenida en la playa, tranquilos y aburridos descansaban agolpados en la orilla. Mi estancia comenzaba durante un periodo de interfase en el campamento, sin actividad científica alguna. Esta llegaría al cabo de cuatro días cuando desembarcase el próximo grupo de científicos. Hasta entonces permanecería solo en el campamento dedicándome a organizarlo. Cuatro días con la única compañía de los elefantes y el resto de animales de la Península. Era de madrugada y estaba desvelado así que comencé con los trabajos de porteo en mitad de la noche. Fueron unos días raros. Dormía de día y trabajaba de noche. Las noches eran claras, había una extraña tranquilidad en el campamento desierto y una desenfrenada actividad en la playa. Recuerdo muchos cachorros de elefante recorriendo los cantos rodados de la orilla cubiertos de algas. Los adultos retozaban tranquilos, sus movimientos son lentos y pueden permanecer días y días en la misma posición. Pero las crías aunque lentas, se mueven curiosas. En la Antártida no está permitido acercarse a los animales si no es objeto de tu estudio. Yo tuve que contenerme las ganas de acariciarlas. Los cachorros me seguían con la mirada curiosa, dirigiendo hacia mí sus ojos negros y grandes como bolas de billar. Una noche mientras organizaba el material en la playa ataviado con mis guantes impermeables me vi repentinamente rodeado de un par de cachorros. Miraban mis guantes fosforescentes y los seguían como un espectador observa un partido de ping pong. Los elefantes no tenían ningún miedo a mi presencia y se dirigían hacia mí y hacia mis guantes con toda normalidad en cuanto aparecía por la playa. Los jóvenes se acercaban a mí y los adultos apenas se movían de su posición de reposo.
Enseguida se entiende cómo este animal estuvo a punto de desaparecer de las costas antárticas. Las islas Shetland del Sur fueron el coto de caza de una gran cantidad de foqueros durante el siglo XIX. La Península Byers es el lugar con mayor concentración de sitios de interés histórico del siglo XIX de toda la Antártida. Restos de refugios construidos por los foqueros, trineos y otros materiales son testimonio de su presencia. Las crónicas de ellos son terribles pues eran desembarcados a principio de verano y recogidos al final del mismo, a veces. Otras eran abandonados de año a año o para siempre. No puedo siquiera imaginar cómo debe ser pasar un inverno en este lugar inhóspito y solitario. Y todo giraba en torno a estas presas fáciles a los que sólo basta con enseñarles un guante para que se aproximen. Enternece. Pero en aquella época el mundo occidental giraba en torno a la caza de ballena y de diferentes tipos de focas. Ciudades enteras se iluminaban a la tenue luz de lámparas de aceite y estos animales quedaron casi extintos por el avance de la industria foquera.
Por las costas de la Península se encuentran numerosas colonias de elefantes marinos, reciben el nombre de elefanteras. Su presencia se advierte por el fuerte olor perceptible desde lejos. Cientos de elefantes retozan en una mezcla de barro y excremento. Las colonias están divididas en harenes donde un gran macho descansa rodeado por decenas de hembras. Éstas son mucho más pequeñas de tamaño y carecen de la probóscide por la que reciben su nombre estos animales. Esta pequeña trompa aumenta desproporcionadamente en los machos durante sus luchas. Si algún animal tuviese que definir el entorno donde se encuentra el campamento, para mí sería, sin duda, el elefante. Su olor y sus ruidos llegan hasta nuestros iglús en las tranquilas noches y a veces ha habido que apartar de nuestras tiendas de campaña a algún macho cariñoso.
Hoy he vuelto a visitar el cementerio viviente con los cachorros en sus hoyos. El espectáculo es más horripilante cada día que pasa y he decidido no volver a acercarme. Pero en la playa siguen los mismos individuos día tras día, apiñados entre sí, rascándose con nuestras cajas de material, gruñendo y retozando. Disfrutando del veraneo.