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ene. 2013

Páginas en blanco 17. Una boya.

Un amigo me dice que no hay nada como no tener ni puta idea de algo como para que la gente te entienda al contarlo. Eso es básicamente en lo que consiste mi tarea en este rincón del mundo: en hacer cosas que no sabes para qué ni por qué las haces. A través de estas páginas hablo de cosas que, en realidad, no conozco. Artilugios que no entiendo  y que manejo con soltura. Trabajos como meter nieve en una bolsa, cavar agujeros, subir con aparatos pesados a cumbres donde, aunque te hagas el interesante, no entiendes nada cuando te explican  para qué sirven. Levantar antenas que en realidad no logras comprender  lo que miden. ¿Es bueno de verdad para el pingüino que le metan un bastoncillo por el culo?  A veces puedes perder el norte y plantearte si tampoco  los demás  saben lo que hacen y en realidad todo forma parte de una gran comedia sin sentido.  Aún así el absurdo es interesante y muchas veces incluso bello. Esta mañana  he encontrado una boya en mitad de una llanura. Una boya blanca descansando sobre el terreno cientos de metros dentro de la costa. Una boya blanca, nueva y reluciente. En un paisaje plano, austero, olvidado y grisáceo. Como cuando me encontré  un microondas en mitad de una pared de escalada. Visible desde cientos de metros de distancia por la incongruencia que genera un elemento discordante en mitad del paisaje. La boya tiene una forma precisa de líneas suavemente curvadas. Es enorme, casi más alta que yo y no del todo redonda. Puede venir de cualquier lugar del mundo y ha terminado en este paisaje inhóspito y perdido. Y yo he dado con ella. Pero como elemento contaminante debía salir de este santuario de la naturaleza. Para ello la he llevado hasta el punto de desembarco, en la playa. Es muy pesada y arrastrarla no es tarea fácil así que la he conducido rodando por la planicie musgosa, como un juego de niños antiguo o un personaje sin gracia del Circo del Sol. La gran bola elástica botaba con toda irregularidad del terreno y enseguida cogía velocidad y pegaba grandes saltos. Yo corría detrás como un adulto retrasado enloquecido con su juguete nuevo. En mitad de la Antártida, un tío alto y desgarbado corriendo y saltando con su brillante esfera. Con la cara de felicidad de alguien que por fin entiende lo que está haciendo.