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ene. 2015

Páginas en blanco 3. Las crónicas de la campaña antártica 2014-2015

3) Epidemia

Tras cinco días de crucero desembarcamos, por fin, en Isla Livingston. Una vez que pongo el pie en la base parece que de ella no hubiese salido desde la primera vez que, hace siete años, hice mi primera campaña. Poco o nada cambia en la pequeña bahía frente a la cual se extiende la base. Puede haber más o menos nieve en los glaciares de los alrededores según la época del año pero a parte de ello, los cambios no son perceptibles. Las ballenas acuden a la bahía año tras año y es fácil verlas alimentarse en estas aguas, los pingüinos merodean por la playa en pequeños grupos, mirando nuestro ir y venir con cara despistada. Algún que otro elefante descansa sobre los cantos rodados día y noche. En la base, entre los edificios de corte futurista y colores chillones el personal de la base deambula de un lado para otro al compás de las horas que dicta el horario laboral con el que regimos nuestras jornadas. Algunos hielos se desprenden de vez en cuando formando truenos que resuenan en toda la bahía y el graznido de los charranes y de las escúas acompañan el pasar de las horas en el verano austral. En líneas generales, y muy por encima, así pasan los días en nuestra vida en Bahía Sur.

A veces ocurren cosas que alteran la vida en la base. La visita de un pequeño velero con un grupo de jóvenes navegantes franceses, una gran tormenta que nos recluye a todos durante días en el interior de nuestros módulos, o la bajada a tierra por unas horas de un enfermo que contagia al personal de la base con la velocidad de un reguero de pólvora.

 El paciente cero en cuestión baja a tierra y toma un café en la cocina de la base, tiene un poco de fiebre y se suena los mocos constantemente. Pasadas unas horas, y agotado por el cansancio y la enfermedad, decide volver al barco  tras la visita. El tiempo empieza a correr y al día siguiente un par de técnicos de la base acusan algunos síntomas, primeras fiebres, fríos y temblores. Por la tarde se suma algún científico y a las cuarenta y ocho horas empezamos a hablar de epidemia. Hace cien años podría tratarse de escorbuto y la campaña antártica, en esas circunstancias, habría terminado de manera trágica. Ahora es gripe, o algo similar, pero los remedios para combatirla, o prevenirla, son los mismos. Por las mañanas la cola para usar el exprimidor industrial que tenemos son cada vez más largas. De momento tenemos naranjas, pero nuestros zumos son cada vez más grandes. En mi iglú tengo un par de afectados y aprovecho toda ocasión para dejar las puertas abiertas y ventilar, con el rigor antártico que supone, nuestro pequeño aposento. Hay quien ha propuesto dividir las comidas en dos mesas, una para los sanos y otra para los afectados. Hay quien no puede hablar por la radio y otros que, al hacerlo, parece que te está hablando Darth Vader.

Dentro de los técnicos de montaña no hemos caído ninguno. A lo mejor pasar todo el día en la pureza del glaciar donde trabajamos nos ha hecho escapar de la llegada de los virus. Pese a ello seguiré ventilando todo lo que pueda sin que me vean y tomando zumo como si estuviese en el trópico.  Mientras, la epidemia crece.