02
ene. 2013
Como es día libre el comedor, por la mañana, está despejado y apenas hay gente. Hay tiempo para exprimirte tranquilamente unas naranjas y hacer un desayuno de dos cafés. Un desayuno largo hablando de vacaciones en islas del mar Mediterráneo. Este día, además, sale el sol, disminuye el viento y está despejado. Uno se siente afortunado. Si además hay nieve para esquiar y tus compañeros quieren acompañarte, éste se convierte en el mejor lugar del mundo para trabajar una temporada.
Aquí, en la Isla Livingston, la nieve es mala. Húmeda, pesada y costrosa. Pero hay veces que, temprano, en algunas laderas es posible encontrarla dura como en una pista. Subimos al pequeño pico (Monte Sofía) que se encuentra sobre nuestra base y desde ahí hemos descendemos hacia la llamada caleta Argentina. Esquiar hasta el mar es exótico, pero hacerlo hasta una orilla donde hay una colonia de pingüinos papúa es algo de otro planeta. Para descender a ella lo hacemos por una lengua de glaciar que tiene la inclinación perfecta. Tan perfecta que la volvemos a subir buscando esta vez la pala más inclinada. Al llegar de nuevo al final del glaciar, témpanos de hielo avanzan por el agua con una velocidad demasiado rápida para su enorme tamaño. La brisa del mar refresca y suaviza la dureza con que el sol golpea nuestras caras. El mar es azul como el cielo y tiene el mismo brillo que los hielos que lo rodean. Desde este lugar emprendemos el camino de nuevo hacia monte Sofía, desde donde se divisa la base con todos sus módulos en obras y las pequeñas sombras de personas que la recorren. La vista de la caleta es perfecta y se escucha el estrépito de los glaciares vomitando sus témpanos al mar. Desde el monte Sofía un último pero corto descenso nos conduce hacia un collado que nos lleva en pocos minutos a nuestra base, adonde llegamos con hambre y a mesa puesta. La vida es dura al otro lado del mundo.