29
ene. 2014
Diez días después de mi salida de casa desembarcamos, por fin, en Isla Livingston. Una escala de gato pende desde la mitad del casco del Aquiles y por ella nos descolgamos hasta el interior del bote hinchable que nos llevará a la base. La escala se mece al compás de las olas del mar, cada vez más fuertes. En poco tiempo estamos ya rumbo a la costa, donde los edificios de la base esperan nuestra llegada. Junto a ellos se encuentra el resto del personal técnico que ha llegado hace unos días hasta aquí gracias al apoyo de la fuerza aérea brasileña.
Nada más poner pie en tierra y saludar a los compañeros de temporadas pasadas vuelvo a tener la misma sensación año tras año: parece que nunca he salido de esta isla y el recuerdo de la vida en la civilización se me antoja como algo lejano y perdido en la memoria. El paisaje apenas ha variado desde la última vez que estuve aquí. Algunos pingüinos merodean tranquilos a una distancia prudencial de las personas y un par de hembras de elefante marinos retoza sobre los cantos rodados de la playa. Respiran con los ruidos característicos de estos animales a medio camino entre el ronquido y el eructo brutal. Mueven los grandes ojos en dirección a nosotros sin desplazar ni un músculo del cuerpo. Con confianza pero sin bajar la guardia. En el cielo revolotean mil charranes, una de mis aves preferidas.
Intentan echarnos de su playa y alejarnos de los huevos que depositan sobre las piedras sin ningún tipo de nido como protección. Los huevos tienen un color verdecino, un poco enfermizo, con motas oscuras y su tamaño es pequeño. En el cielo se mueven rápido agitando las alas nerviosas a gran velocidad, como un colibrí gigante. También tiene la capacidad de cernirse sobre un punto en mitad del aire, cual cernícalo. Cuando su territorio es amenazado se lanzan en picado sobre el intruso. Y clavan su pico naranja y afilado en la cabeza de aquel que no esté atento. Años atrás el biólogo de la base que buscaba líquenes lo hacía con un casco de escalada como protección. En otra ocasión mi labor era la de proteger a un par de científicos del ataque de los charranes, iba armado con unos bastones que llevaba a modo de paraguas mientras ellos recogían muestras. Lo uno al baúl de las cosas absurdas de mi profesión. Lo más bonito del charrán es pensar de dónde viene. Es el ave que realiza la migración más larga, por lo tanto supongo que es el animal del planeta que más se desplaza. Es bipolar: vuela cada año de un polo a otro. Los he visto en Svalbard a finales de primavera y luego aquí, revoloteando sobre los hielos. Recorren el globo de una latitud extrema a otra, siempre en parejas, con su volar nervioso y rápido. Un pájaro imparable. Al atardecer los rayos del sol golpean de soslayo los arroyos y las pequeñas lagunas que el derretir del hielo forma. Sobre los charcos de plata los charranes se bañan en parejas. Es el único momento donde los veo tranquilos y casi inmóviles, reposando de su infinito viaje o preparándose para el siguiente.