04
feb. 2014
Internet ha llegado a la base. Hasta ahora solo disponíamos de un servidor privado al que llegaban los correos vía satélite. Desde hace un par de días han instalado internet y el panorama ha cambiado rápidamente. Ahora tenemos wasapp en nuestros teléfonos y podemos trabajar por la base mientras mandamos un mensajillo a los amigos a miles de kilómetros de distancia. A la hora de la comida del primer día de la nueva era nadie hablaba con nadie. Todos agachaban la cabeza y tecleaban en sus teléfonos los cortos mensajes. Las vías de comunicación cambian y la manera de hacerlo también. El avance de la tecnología es vertiginoso en cuestiones de comunicación, de ello te das cuenta en rincones alejados como este. Esta noche veré a mi familia vía Skype.
A parte de la base, con sus cálidos edificios y sus comodidades, tenemos un campamento situado en la otra punta de la isla. Se llama Byers, y recibe el nombre de la península sobre la que se asienta. En él las comunicaciones son más precarias e internet no ha llegado todavía. La desconexión con el resto del mundo es profunda. Y las semanas que ahí se pasan sin el aluvión de noticias habitual del otro mundo se agradece mucho más. Es más fácil no distraerse con otras cosas y centrarse en la propia vivencia. En este campamento trabajé en mi primer año con un buen número de científicos de diferentes países. Entre todos ellos trabé amistad con L. M. , investigador italiano de la universidad de Messina. Nos hicimos amigos. Una amistad que transcendió al final de la campaña, que nos hizo mantener el contacto durante todos estos años vía teléfono o internet. La amistad se materializó en forma de un pequeño collar, amuleto maorí, que cuelga de mi cuello desde entonces, un recuerdo. Hace un par de meses nos escribimos cuando nos enteramos que ambos regresaríamos a la Antártida en las mismas fechas, como los últimos años. Yo volvería a Isla Livingston y él a la base italiana Mario Zucchelli.
Internet ha llegado a la base. Ayer me conecté al Facebook por primera vez desde esta localización. Entre la maraña de notificaciones que aparecieron, otro compañero antártico me enviaba un mensaje con un enlace a un artículo de La Stampa, periódico italiano. Científico italiano muere buceando en las cercanías de la base Mario Zucchelli en la Antártida, mientras recogía esponjas para sus investigaciones. Esponjas que en la mayor parte de los casos son estudiadas con fines sanitarios, para curar enfermedades hasta ahora imposibles.
Vivimos en un mundo raro donde la vida y la muerte se dan la mano en el fondo del mar. Donde la información viaja vía satélite a cualquier punto del planeta y puedes recibir con la misma frialdad el balance de tu cuenta bancaria o la noticia de la muerte de tu amigo. Donde la vida se encuentra en un lugar tan duro y tan frío como son las aguas del Polo Sur y donde la muerte aparece plácida junto a la suave piel de una esponja.