08
ene. 2013
Si hay algún elemento que defina la estancia en este campamento o en cualquier punto de la Península Byers, es el viento. Los dos iglús, pintados de un rojo ya desteñido, se asientan sobre una explanada musgosa sin protección alguna. Algunas pequeñas agujas rocosas donde anida el petrel gigante se yerguen cercanas, pero estas pequeñas formaciones no ofrecen escudo frente al viento que azota el campamento. Las tiendas de campaña miran ordenadas hacia el sur, en dirección al mar y a la esquiva y casi siempre oculta, Isla Decepción. Entre ella y la Península Byers se extiende un mar verdoso, casi siempre floreado de espuma blanca. Las tiendas se comban con la fuerza del aire y por la noche puedes despertar con el techo de la carpa apretándote el cuerpo y reduciendo el espacio de la misma. A la hora de dormir con viento lo peor es el ruido, el flameo constante de la tela y el cimbreo de los palos que te despierta en mitad de la noche cuando la ráfaga llega a su momento de máxima intensidad. En estos días lo mejor suele ser permanecer en el iglú de habitabilidad y dedicar el tiempo a organizar las provisiones y otros trabajos a cubierto. A menudo hay que salir del refugio y reasegurar las tiendas. Clavar más piquetas en el duro suelo o en la nieve y anclar más vientos para que no salgan volando. Hace años, en medio de una jornada ventosa algunas tiendas comenzaron a rajarse y los científicos acabaron refugiados en el iglú tras recoger sus pertenencias. Dentro del iglú el viento zumba al estrellarse con sus paredes y silba como una flauta eterna al enredarse entre los cables metálicos que lo anclan al suelo. En nuestro repetidor de radio la bandera pierde las costuras y está tensa como un palo, hace un ruido como de trapo viejo que golpea contra una mesa. Pero no se puede estar muchos días a cubierto esperando una mejora del meteograma, a veces hay que salir a trabajar, al menos a avanzar un poco dentro de nuestra agenda casi siempre apretada. Cubiertos como astronautas nos movemos por el paisaje descarnado y austero de Byers cuidando el equilibrio con bastones. Estos están troquelados con agujeros a diferentes alturas para regular su tamaño. Al orientar la oquedad frente al viento silban como flautas tocadas por un loco con pulmones gigantes. Una melodía esquizofrénica que se mete en la cabeza y que automáticamente asocio a los días vividos en este rincón tan salvaje del planeta.