12
ene. 2014
Vuelven las páginas en blanco. Otro año más. La crónica de mi estancia en una isla antártica con nombre de explorador victoriano perdido en África. Donde algunos científicos se preguntan todavía si se trata de una sola isla o de dos unidas por un gran puente de hielo. Una campaña que arranca renqueante tras los tajos realizados por el gobierno en materia de ciencia e investigación, recortes que la han dejado coja de uno de sus apoyos habituales, su buque insignia polar, el Hespérides, y de muchos otros técnicos y científicos compañeros de años pasados.
Ahora salto de avión en avión hasta que llegue, supongo mañana, a Punta Arenas, Chile. Embarco en el aeropuerto de la ciudad donde actualmente resido, un aeropuerto con uno de los ambientes más raros del mundo, cuyos viajeros se dividen a partes iguales entre misioneros, esquiadores y militares. Alguno de ellos puede que sea incluso las tres cosas a la vez. Militares que esperan en la cola del baño a sus mujeres con la mirada perdida en los cristaleras todavía luminosas, cuadrados inmóviles cual estatua sujetando la gorra con la palma de la mano, como quien sujeta una bandeja del mejor champán. Pasar de residir en este lugar tan raro a vivir en la base científica de una isla antártica no tiene precio.
Intentaré narrar lo que ahí ocurra con la frecuencia que el trabajo y la pereza me permita.