08
ene. 2015
1) Ushuaia
Para llegar a la base antártica en la que trabajo es necesario llegar antes a Patagonia y, desde ahí, cruzar el Canal de Drake en barco. A veces nos embarcamos en Punta Arenas, Chile y otras en Ushuaia, Argentina. Llevaba tiempo sin hacerlo desde la ciudad argentina y ya tenía ganas de volver. Ushuaia se encuentra en Tierra del Fuego, a orillas del Canal Beagle, en una zona húmeda y frondosa, batida por los vientos constantes, cubierta por bosques de lengas y confinada entre canales, montañas y lagos. No corresponde con la imagen real que la Patagonia argentina en su mayor parte nos ofrece: un desierto de color pardo y vegetación austera. Durante el vuelo desde Buenos Aires uno se hace una idea de la orografía de este territorio desde el aire. Un paisaje amplio que ha contado y lo sigue haciendo desde sus llanuras mil historias, recogidas en otros tantos libros, relatos y películas. Una tierra de historias que se las lleva el viento, siempre constante. Un campo en apariencia yermo, azotado por el viento, salpicado de algunas pequeñas lagunas dibujadas con formas perfectas desde el cielo.
Dos vuelos con tres escalas nos costó llegar hasta la ciudad austral. En alguna de estas escalas nos esforzábamos, al aproximarnos a tierra, para ver algún signo de civilización o urbanismo cercano. Ni rastro. Al perder altitud el suelo comenzaba a definirse con precisión, delineando los finos contornos de algunos arbustos, riachuelos o alguna manada de caballos. El sol del atardecer inclinaba con sus rayos las sombras de los pocos relieves de los campos patagónicos proyectando, a veces, la escuálida sombra de un caballo en mitad de la nada. Una maqueta de tren. De esas que todos, de pequeños, hemos querido tener en casa pero que solo hemos acertado a ver en alguna tienda o exhibición. Una extensión plana donde el campo verduzco es atravesado por las perfectas líneas oscuras de las vías del tren. A eso me recordaba este campo austral desde la altitud: una alfombra parda salpicada por la presencia del árbol solitario, la poza, el caballo o el grupo de alpacas nerviosas.
Más de veinticuatro horas después de salir de casa aterrizábamos junto al canal de Beagle golpeando suavemente las ruedas del avión contra la pista encharcada. Un fiordo de mercurio con sus islotes en medio, sus barcos hundidos y sus faros levantados en equilibrios imposibles sobre arrecifes apenas visibles. Era justo antes de Nochevieja y la ciudad bullía de turistas que recorrían de arriba a abajo su calle principal y arteria de tanto comercio y turisteo, la avenida de San Martín. Un baño de gente, luces y ruido previo al viaje a un continente vacío, oscuro y frío, apenas sin hombres.
Uno de mis rituales habituales en Ushuaia es el de acudir a sus librerías, sobre todo a una de ellas, especializada en literatura polar y patagónica. Llevar al menos un par de libros sobre la Patagonia a la Antártida se ha convertido en una tradición. Y leerlos durante el trayecto o durante la campaña es uno de los muchos placeres que cultivo, como algo habitual, en todas las temporadas desde hace siete años. Mi librería favorita ha dejado de existir y todos sus volúmenes han sido llevados a la gran tienda de la que dependía. La antigua, la pequeña, escondía sus mostradores de madera en una de las calles perpendiculares a la avenida principal, siempre atestada de gente en pleno verano austral. La genuina era de temática únicamente viajera y aventurera y podías rebuscar en ella durante horas entre libros en muchos idiomas, antiguos y modernos. Dicen que todos los volúmenes se siguen encontrando en la tienda principal pero yo lo dudo. De momento solo rebusco con la mirada un poco por encima, escéptico y haciéndome el desencantado. Aunque algo he de encontrar para llevarme a la Antártida y continuar con la tradición.