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Uno de mis lugares preferidos de los que se encuentran en las inmediaciones de la base antártica donde trabajo es la playa de Sally Rocks. Hasta ella se puede llegar con moto de nieve o con zódiac en menos de una hora desde nuestra base. He ido multitud de veces durante los nueve años que llevo trabajando aquí pero ayer nos encontramos con algo que nunca antes habíamos visto.

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Llegué a la Antártida, aunque esta vez crucé el canal de Drake en menos de tres horas a bordo de un cómodo avión. Nada más llegar a la isla de Rey Jorge nos recibió el viento frío de un día gris con algo de llovizna. Tras un paseo hasta la playa, unas zódiacs nos llevaron a bordo del buque Hespérides, por fin secos y calientes.

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En el camino hacia mi lugar de trabajo, en la Antártida, he de hacer unos días de escala y espera en la ciudad de Punta Arenas. Son ya muchos los años que he pasado por aquí y le he cogido un cariño especial a esta ciudad que, no sé muy bien porqué, llaman la perla de Magallanes.

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Hay gente que tarda pocos minutos en llegar a su lugar de trabajo. Otros tienen que coger el coche, el tren o el autobús y tardan mucho más. Incluso horas. Yo empleo, en el mejor de los casos, una semana. En total mi viaje hasta la base antártica Juan Carlos I donde trabajo me supone coger un taxi, cuatro aviones, dos autobuses, un barco y un par des zódiacs. Con ello, y en siete días aproximadamente, llego a mi oficina.

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Aunque vivamos en una isla en la Antártida llena de hielo y separada cientos de kilómetros de tierra firme, tenemos vecinos. En la isla que estamos, llamada Livingston, existen más bases de otros países. Algunas son solo pequeños campamentos o refugios, como los de 'Cabo Shirreff' o la península Byers. Allí pasan los meses de verano algunos investigadores americanos o chilenos, pero apenas tenemos contacto con ellos puesto que su aproximación es compleja.

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La vida en la base es cómoda. Mucho más de lo que la gente se puede imaginar desde fuera. Cuando estoy en casa me suelen preguntar por la dureza antártica: el frío polar, la soledad, la falta de comunicación. La verdad es que, todo ello, aquí apenas existe.

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Los últimos días de mi trabajo en Isla Livingston han tenido lugar apoyando un proyecto de estudio de la dinámica de diferentes glaciares que hay en la isla. Para ello hemos tenido que recorrer previamente dichos lugares, pues no teníamos información de los mismos y era necesario explorarlos.

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No sé cuántas Navidades he pasado ya en la base, pero han sido unas cuantas. Los primeros años era algo que me llamaba la atención y me resultaba un lugar exótico donde pasar las fiestas, pero la verdad es que ahora lo he normalizado y a día de hoy me parece igual de normal que hacerlo en mi ciudad o en cualquier otro lugar 'civilizado'.

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El momento de la apertura de la base, dormida tras ocho meses de invierno, es siempre un momento especial. Poner el pie en la playa de Bahía Sur y volver a dar vida a todos los módulos de la base Juan Carlos I es un momento clave en el que este pequeño rincón de la Antártida vuelve a bullir de actividad después de la soledad y oscuridad del frío invierno.

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Llegar a mi trabajo, la base antártica, no es fácil, y tampoco se hace de un día para otro. Después de volar a Chile y coger un vuelo interno, nos embarcamos para cruzar lo que entre los marinos se considera el peor mar del mundo: el Canal de Drake. Este año lo hacemos en el buque Sarmiento de Gamboa, viajamos cerca de cuarenta personas.

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