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Internet ha llegado a la base. Hasta ahora solo disponíamos de un servidor privado al que llegaban los correos vía satélite. Desde hace un par de días han instalado internet y el panorama ha cambiado rápidamente. Ahora tenemos wasapp en nuestros teléfonos y podemos trabajar por la base mientras mandamos un mensajillo a los amigos a miles de kilómetros de distancia. A la hora de la comida del primer día de la nueva era nadie hablaba con nadie. Todos agachaban la cabeza y tecleaban en sus teléfonos los cortos mensajes.  Las vías de comunicación cambian y la manera de hacerlo también. El avance de la tecnología es vertiginoso en cuestiones de comunicación, de ello te das cuenta en rincones alejados como este. Esta noche veré a mi familia vía Skype.

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 He pasado unos días trabajando en uno de mis lugares predilectos de las cercanías de la base: Sally Rocks. Una playa con nombre piratesco. La lengua de glaciar Hurd desciende suavemente hasta casi tocar el agua. Según nuestros datos en el año 1956 el mar lamía ligeramente el hielo, ahora dista unos centenares de metros de él. En ellos los grises cantos rodados se mezclan con zonas de barro y musgos.

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Diez días después de mi salida de casa  desembarcamos, por fin,  en Isla Livingston. Una escala de gato pende desde la mitad del casco del Aquiles y por ella nos descolgamos hasta el interior del bote hinchable que nos llevará a la base. La escala se mece al compás de las olas del mar, cada vez más fuertes. En poco tiempo estamos ya rumbo a la costa, donde los edificios de la base esperan nuestra llegada. Junto a ellos se encuentra el resto del personal técnico que ha llegado hace unos días hasta aquí gracias al apoyo de la fuerza aérea brasileña.

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Esto ya no es lo que era. ¿Con qué cara les cuento yo ahora a mis amigos lo duro que es cruzar el Canal de Drake en barco? ¿Dónde están esas tormentas y esas olas altas como edificios? ¿Dónde se esconde toda esa valentía cuando te encuentras en mitad del paso con un pisco sour en la mano bailándote una bachata? Recuerdo avistar las islas Shetland del Sur en la lejanía mientras un imitador profesional de Miguel Bosé cantaba Amante Bandido en el karaoke del Aquiles. He perdido todo el glamour que me ha costado cinco campañas crear en torno a mis conocidos. El Drake ya no será el mismo después de este cruce.

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Un barco grande y espacioso, un mar en calma y un cielo despejado y azul hacen de este cruce del Canal de Drake el más cómodo que haya hecho jamás. Olas apenas perceptibles golpean la amura del buque que continúa su rumbo imperturbable sobre un mar azul intenso. Rodeados de agua como nos encontramos y sin ninguna referencia a la vista un turista despistado podría pensar que en vez de a la Antártida nos dirigimos hacia Mallorca.

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Los rayos del atardecer golpean el casco del Aquiles de forma oblicua, marcando sus contornos y delineando las aristas y el perfil de un barco de guerra enorme de formas cuadradas y rectas. Desde lejos los buques de guerra me recuerdan siempre a las maquetas de mi infancia. Las que hacía mi hermano eran complejas y requerían de gran paciencia y trabajo. El Aquiles sería una maqueta hecha por mi.

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Tras cuatro despegues en diferentes ciudades y muchas horas de vuelo llegué por fin a Punta Arenas, ciudad que descansa, con su cientos de perros por las calles, a orillas del canal de Magallanes. Aterricé una tarde luminosa y, cosa rara, sin viento. En esta ciudad los perros suelen campar a sus anchas en jaurías, ladrando a los coches e intentando morder sus ruedas entre gruñidos y amenazas, como demostrando que es aquellos a quien la ciudad les pertenece, y no a los hombres.

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Vuelven las páginas en blanco. Otro año más.  La crónica de mi estancia en una isla antártica  con nombre de explorador victoriano perdido en África. Donde algunos científicos se preguntan todavía si se trata de una sola isla o  de dos unidas por un gran puente de hielo.  Una campaña que arranca renqueante tras los tajos realizados por el gobierno en materia de ciencia e investigación, recortes que la han dejado coja  de uno de sus apoyos habituales, su buque insignia polar, el Hespérides, y de muchos otros técnicos y científicos  compañeros de años pasados.

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Volvemos a Svalbard, otra vez a través de un libro. Este apareció de una manera más fría que el anterior. No estaba aprisionado entre otros volúmenes pasando calor en una librería del desierto. Se encontraba en Londres y vino a mí a través de Internet. La primera página lleva el nombre de su anterior dueño, noruego.

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Mi madre tiene una librería. Por eso a veces se me olvida el placer de remover y rebuscar entre libros viejos esperando encontrar algún tesoro. Donde vivo no hay librerías demasiado bonitas, están siempre o casi siempre acompañadas de un Starbucks  donde el personal lee libros de autoayuda o manuales para hacer dinero.

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