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Hace tiempo escuché los consejos de algunos viajeros polares acerca del entrenamiento para sus travesías. Muchos coincidían en que apenas entrenaban. Únicamente se empleaban en coger unos kilos de más que luego, durante sus viajes, quemarían y les servirían de reservas frente a una dieta hipocalórica. Ese es un buen entrenamiento, y decidí ponerlo en práctica. Durante la campaña antártica de aquel año casi engordo diez kilos en cuatro meses. A la vuelta me preparé para una expedición de 400 kilómetros por el Ártico, y lo hice desde el sofá de mi casa, comiendo. Todos los días entrenaba echándome al estómago bollos y todo aquello que encontraba. Pasaba las tardes en el sofá viendo la tele y comiendo y, cuando me llamaban mis amigos para salir a escalar tenía que decir:

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Hace días que el campamento amanece sumergido en una niebla densa. Tan espesa que impide ver el mar desde la tienda. La humedad es muy alta y dentro de nuestras viviendas los sacos aparecen calados en la zona de los pies así como las esterillas. El viento ha desaparecido, o caído como diría un marino, pero en su lugar se ha instalado esta niebla blanca y compacta. Llegó, silenciosa, el día del desembarco acompañando a  los nuevos científicos que venían a bordo del buque Hespérides.

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Han venido mis amigos los marcianos. Desembarcaron un día de niebla densa en la playa, ya con apenas elefantes. Veteranos de varias campañas acuden a esta zona con la intención de estudiar el permafrost. Los resultados se aplican a un programa espacial de investigación del suelo marciano, en concreto al permafrost que ahí se encuentra. Yo pienso que, a veces, la sensación que se tiene cuando se pasea por el interior de la península es similar a la de los astronautas en el espacio. El viento y la niebla están casi siempre presentes y por ello uno se ha de cubrir casi todo el cuerpo, ojos y cara incluida.

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Un amigo me dice que no hay nada como no tener ni puta idea de algo como para que la gente te entienda al contarlo. Eso es básicamente en lo que consiste mi tarea en este rincón del mundo: en hacer cosas que no sabes para qué ni por qué las haces. A través de estas páginas hablo de cosas que, en realidad, no conozco. Artilugios que no entiendo  y que manejo con soltura. Trabajos como meter nieve en una bolsa, cavar agujeros, subir con aparatos pesados a cumbres donde, aunque te hagas el interesante, no entiendes nada cuando te explican  para qué sirven. Levantar antenas que en realidad no logras comprender  lo que miden.

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Hace cuatro años trabajé en una pingüinera situada cerca del campamento. Acompañé a un pingüinólogo, palabra que no creo que exista, a medir y sacar sangre de decenas de pingüinos. Pasé una semana entera en ese lugar y ahora, años más tarde, vuelvo a visitarla.

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Hace cinco años vine por primera vez al campamento Byers. Desembarqué el día en que el último grupo de técnicos y científicos abandonaba el campamento. Aprovechando la marea alta el desembarco se realizó de madrugada. Una extraña hora con la luminosidad de principios de enero, cielo gris y mar en calma. Como siempre, un grupo de elefantes marinos fueron el comité de bienvenida en la playa, tranquilos y aburridos descansaban agolpados en la orilla. Mi estancia comenzaba durante un periodo de interfase en el campamento, sin actividad científica alguna.

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Hay un capítulo de la serie Doctor en Alaska en que llega la primavera al pequeño pueblo, y con ella el deshielo. Los habitantes de Cicely se comportan de manera extraña. Construyen esculturas disparatadas en mitad del bosque, adquieren comportamientos que nunca antes habían tenido. Algunos están irritables, otros enamorados o confundidos. La tensión se carga en el ambiente del pequeño pueblo hasta un punto insostenible.

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Sorprende ver cómo cambia el paisaje de año a año. Cambia el paisaje y con él los seres que lo habitan. Este año hay mucha nieve, tanta como ningún otro que hayamos conocido. Y también hay  más petreles gigantes cerca de la playa. Sus corpachones descansan sobre la nieve y mueven su cabeza nerviosa. En cuanto detectan la presencia del hombre salen volando con torpeza. Es un ave grande que necesita despegar desde un lugar un poco elevado, por eso anidan en pequeños roquedos. Cuando lo hacen desde tierra requieren una pista de despegue larga que  recorren en  torpe carrera.  Tampoco se ven escúas cerca del campamento. Estas alteraciones tienen un motivo. La presencia de los animales gira en torno a la existencia de alimento.

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Como era de prever el mal tiempo ha vuelto y con él la lluvia y un ligero viento creciente del Sur. Hemos amanecido con el golpeteo de las gotas sobre la tienda. La humedad es muy alta y dentro de nuestras tiendas el saco y las esterillas se van empapando de manera misteriosa. En el iglú, pese a estar parcialmente reparado, se forman pequeñas goteras. Escupen gotas que caen sobre el desayuno y sobre las cabezas, lluvia de un grado sobre cero, fría y un poco densa. Los elefantes callan, y no se escuchan sus sonidos desde el campamento. Parece que hubieran abandonado la isla de repente, como si se hubiesen puesto de acuerdo para una migración por motivos imposibles de entender para los humanos.

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El viento ha caído y ha salido el sol. Un disco pálido  que destaca su forma perfecta entre las  nubes blancas.  EL ruido del viento se ha parado y la calma que reina en el campamento al amanecer es inquietante. Todos nos hemos despertado sobresaltados por el silencio. Los sonidos se amplifican y desde el  saco de dormir se puede escuchar el profundo respirar de los elefantes tumbados en la playa. Durante la noche una suave pátina de nieve ha caído como una sábana de blancura impoluta recién extendida sobre las costas de la península Byers. Ha borrado huellas y caminos. Manchurrones y cadáveres de elefantes y focas. Ahora resplandece bajo un tenue sol que va cobrando fuerza a lo largo del día.  La isla se despierta de manera placentera.

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